domingo, 6 de mayo de 2012


EL AMIGO DEL SACO ROJO


Me dirigía hacia una muerte segura. Esa idea me acompaño durante todo el viaje; aún no lo podía creer; cada vez que pensaba en lo que iba a suceder se me hacia un nudo en la garganta, en el acto perdía la respiración y como con un grito desesperado, empezaba a balbucear alguna de todas las canciones con las que Silvio Rodríguez le había dado forma a mi vida, a mis pensamientos, a mi único sueño real.
Pero tenemos que retroceder trece o catorce años. Mi vida era la de un joven común y corriente, o por lo menos eso era lo que yo pensaba; me sonrojo al recordar a aquel muchacho vestido de jeans, botas texanas y sombrero vaquero, montando un willys 54 de color verde (nunca supe qué clase de verde era en realidad), y escuchando mi cassette favorito de las águilas del norte. Aunque sea difícil de creer, (lo digo por mí) eso era ser un joven común y corriente en Villavicencio, la ciudad que me vio crecer. Un buen día, después de una curiosísima discusión con un amigo, recién conocido por cierto, me ofrecí a llevarlo hasta su casa. Al llegar, Carlos - mi amigo - me invitó a seguir bajo la promesa de mostrarme algo que iba a cambiar mi vida. Para ese momento yo ya tenía fuertes sospechas acerca del tipo éste que tan amablemente se ofrecía a cambiar esa vida que yo no quería cambiar.


Con un poco de recelo, debo confesarlo, bajé del carro y me adentré en lo que parecía una sala con un viejo equipo de tocadiscos que reinaba en el lugar. La cosa se puso más fea cuando Carlos me dijo que quería que yo escuchara algo, pero que solo se podía oír con los ojos bien cerrados y la luz apagada. A estas alturas, ya me provocaba salir corriendo de aquel sitio, pero por alguna extraña razón y después de haber apagado la luz, cerré y apreté bien mis ojos, ¡y mis puños! Escuché sus pasos que se alejaban como en puntillas, pero que al volver eran veloces; escuché también la tapa del tocadiscos que se abría, el sonido característico de la aguja sobre el acetato, y por fin el sonido de una guitarra nocturna y melancólica, y esa voz. Sobre esa voz hay que hacer una pausa. Alguna vez escribí que ese color de voz solo se le perdonaría a Silvio... (Y no me puedo imaginar a Diomedes Díaz o a Don Omar cantando con ese tono de voz),  me da un ataque de risa cada vez que pienso en lo gracioso que sería eso.


“ me decido a tararearte todo lo que se te extraña, desde el siglo en que partiste, hasta el largo día de hoy, me acompaño de guitarra porque yo no sé de cartas, y además ya tú conoces que ella va donde yo voy...”


Abrí los ojos, era temprano en la mañana y aun sonaba esa guitarra en mi cabeza; fantasma, el fantasma, ¡ya sé!, “tu fantasma”, una canción de un tal Silvio Rodríguez. Era tan extraño; no podía entender porque me sentía tan raro esa mañana. Era como si las botas no me calzaran, y de aquel sombrero... no sé qué se hizo aquel sombrero, lo cierto es que esa mañana, esa mañana yo no era el mismo. Los jeans fueron los únicos que sobrevivieron a aquel bombardeo. Me fui a buscar el álbum de Silvio Rodríguez donde estaba “Tu fantasma”, resultó ser el “TRÍPTICO III “, el último de tres álbumes llenos de historias, historias que yo quería conocer aunque solo me alcanzaba para comprar un disco, porque había llegado el CD, que era el formato de moda, y por lo menos en Villavicencio no se encontraba el cassette.


De Duitama a Medellín, un bus se demora catorce horas; esto si no pasa nada extraño: retén del ejército, retén de la policía, retén de la guerrilla (esto sucede sólo a veces), parada técnica para comer, y parada técnica una hora después para ir al baño. Ustedes dirán que los buses tienen baño, pero ¿Quién ha entrado en uno de esos y ha salido vivo?
Finalmente parecía que estábamos llegando; todo el tiempo estuve pensando, cantando y/o soñando con Silvio Rodríguez.


Ese mismo día llegó el PIN-Number que me acreditaba como invitado a la inauguración del Tercer Congreso Iberoamericano de Cultura, cuya sede esta vez era la ciudad de Medellín. Toda la programación era fantástica, pero yo solo iba con una meta: cumplir el sueño más importante de mi vida.


Mucho se decía de Silvio Rodríguez antes de ese momento. Una de las cosas que más me había dolido escuchar era que ya no haría más presentaciones en vivo. Ese temor se había confirmado un año atrás cuando se rumoró que Silvio se presentaría en Tunja para el Festival Internacional de la Cultura; recuerdo que yo estaba dispuesto a hacer lo que fuera por telonear dicho concierto, pero este jamás se llevó a cabo.


Lo importante era que ya estaba haciendo la cola en Medellín  para entrar a la inauguración del congreso, e inmediatamente después, en el mismo salón, con más de tres mil almas con sus cuerpos como público, Silvio haría parte de la primera conferencia del evento: “LAS MÚSICAS DE IBEROAMERICA”. Vaya si fue edificante aquella charla, los invitados eran Silvio Rodríguez cantautor cubano, y Rodolfo Mederos  bandoneonista argentino, de la generación del gran Piazzolla.


“...y para mi, tañe el laúd, precipitándolo como un alud, sospecho que su melodía, llega de amar la poesía...”


“La música no se hizo para entretener, si la música no nos atraviesa con su verdad esa música es del imperio” (Rodolfo Mederos), “América ya estaba descubierta, ¡por los americanos!” (Silvio Rodríguez), “El futuro de la música es el futuro de los pueblos, seremos libres o dependientes” (Rodolfo mederos), “La música lo que tiene que hacer es contar la vida, y contarla como es” (Silvio Rodríguez). Y así fue toda la conferencia; eso era incendiario, una emboscada para nuestras mentes dormidas o hipnotizadas.


Al finalizar la conferencia, en aquel auditorio con más de tres mil asistentes, como de sorpresa anunciaron que el público podría hacer tres preguntas; ¿tres preguntas entre tres mil personas?, eso tenía que ser una broma, ¿Qué posibilidad tendría yo de hacer una de ellas?, tal vez escogerían a cualquier otra persona; una más inteligente,  mejor vestida, o con escarapela de reportero; o mejor aún, a alguno de los integrantes de la tropa cósmica con sus camisetas, pendones y banderas que los identificaban como fans oficiales de Silvio Rodríguez.


Mientras pensaba en esto, se escuchó esa voz, esa voz que señalándome decía: aquí, el amigo del saco rojo.


¡Mierda! fue lo primero que pensé, me está diciendo a mí, y ¿ahora qué voy a preguntar?, había esperado toda mi vida por esto, y ahora gracias a mi saco rojo tenía la oportunidad de hacer la primera de tres preguntas, pero y... ¿si pregunto alguna tontería?, ¿si me quedo mudo por completo?.


El hombre con el micrófono se acercaba cada vez más, y yo todavía estaba pensando en qué carajos iba a preguntar. Tenía mucha presión, además, aun no lo podía creer, pero cuando llegó el momento lo primero que se me vino a la cabeza fueron mis hijos.


Silvio, ¿Qué podemos hacer como músicos, para salvar el futuro de nuestros hijos; para salvarlos de lo que les están vendiendo, de lo que están escuchando ahora, de lo que los obligan a escuchar?


Silencio... el hombre me pidió el micrófono y se alejo de mí. Pasaron eras, tal vez fracciones de segundo, pero esas fracciones eran eternas. Hasta ese momento, Silvio me había parecido un hombre como cualquiera de nosotros, era la primera vez que lo miraba a los ojos, ¡y parecía tan normal!; pero de pronto, con ese acento inconfundible y esa voz nasal y cubana me contesto: Realmente, si yo tuviera esa respuesta, ahora yo fuera el muchacho de oro...se escucharon risas en todo el auditorio; Silvio me miraba a los ojos, y cuando yo pensé que la oportunidad de mi vida se había reducido a esa respuesta, Silvio prosiguió: yo lo que creo es que todos podemos hacer un poco en esa dirección; tratando de tener conciencia y de crearla también. Yo creo que el destino de la música y el destino de lo que se va a escuchar, para nada depende de los músicos, en cierta parte, porque la música está visto que no cambia el mundo, la música es incapaz de cambiar el mundo, la poesía no puede cambiar el mundo, cuando yo tenía veinte años pensaba así; ahora, con los años que tengo, transcurridos, me he dado cuenta de que la música, la poesía, las artes, pueden contribuir a conmover a los hombres que son los que hacen los cambios. Son los hombres, somos nosotros como hombres, somos nosotros como pueblos, quienes hacemos los cambios, y en la medida en que los músicos, que los albañiles, que los ingenieros, que los camarógrafos y los que hacen las alfombras, estemos como pueblo en función de los cambios, lo vamos a conseguir, juntitos.


No puedo describir la sensación que me embargaba. Recuerdo que al salir del auditorio, parecía un zombi, un maniquí, como absorto recibí la primera llamada en la que me preguntaban que qué era lo que yo había preguntado, pero yo no podía hablar de eso, no me salían las palabras, cuando intentaba contestar, se me aguaban los ojos y hasta ahí llegaba la respuesta.


Apenas pude me fui a enfrentar la segunda batalla; el concierto que tanto había esperado, la estocada final. Cuando llegué al lugar del escenario, todos los buenos lugares ya habían sido ocupados. Me recuerdo maldiciendo la llamada zona “V.I.P.” que habían reservado para los hijos del gobernador, los hijos del alcalde, y la crema y nata de la ciudad. Les puedo jurar que si el ingreso hubiera sido con boleta, yo hubiera comprado la mejor, y además la primera; pero no era ese el caso, yo no podía creer  que en un concierto de entrada libre se hubiera reservado una zona “V.I.P.”, pero allí estaba, parado, sin nada en el estomago más que miles y miles de hormigas y/o mariposas que me hacían cosquillas.


Como pude y a tumbos rodé hasta un puesto aceptable y me dispuse a esperar. Eran las 3:00 pm y a mí alrededor se congregaban cerca de siete mil personas, todas de pie, todas ansiosas de escuchar a los artistas invitados: Jorge Drexler de Uruguay, León Gieco de Argentina y Silvio Rodríguez. Justamente este era el orden de aparición que todos esperábamos, amotinados, separados por vallas de la maldita zona “V.I.P.”.


El escenario se encontraba a por lo menos cuadra y media de donde yo estaba, el sonido se veía muy modesto y en la parte de atrás, una pantalla gigante que me mostraba formas alucinantes, de neón.


Efectivamente el primero en salir fue Jorge Drexler sobre las 7:00pm. Música experimental, con una sonoridad extraña pero digerible, llena de imágenes y palabras. Cuando hubo terminado, el afán se hacía cada vez mayor; pero Murphy se mofaba de nosotros una vez más.


Llevábamos no menos de una hora de espera, la pantalla seguía dándonos luces de neón, pero aun  no salía el siguiente artista. Como era de esperar, la presentadora del evento leyó un comunicado donde se mandaba a apagar todas las cámaras de los medios que estaban transmitiendo el concierto, argumentando que los próximos artistas no podían ser televisados. Después de todo lo que había pasado en esos ocho años de gobierno, una perlita mas no se nos hacía nada raro; pasaron treinta minutos más, y desesperados pedíamos a gritos ¡música!. De repente, un grupo subió al escenario, y desde donde yo estaba solo se veían algunas guitarras, se oyeron unas pruebas de sonido y comenzaron a tocar.


Lo que sonaba, aunque nunca lo había escuchado, se me hacia familiar, era como una suite para guitarra, y en mi pecho el corazón latía muy fuerte, cada vez mas y mas fuerte, hasta que dejó de hacerlo. Si, es cierto. Cuando acabaron de tocar la suite para guitarra hubo un silencio; un aplauso lleno de incógnitas, y por fin: “...en el claro de la luna, donde quiero ir a jugar, duerme la reina fortuna, que tendrá que madrugar...”, era Silvio Rodríguez, era irreal, era fantasioso, mi brazo izquierdo se entumeció por completo, en mí pecho sentía punzadas muy fuertes, había llegado mi hora, iba a cumplir mi cita con el destino, iba a morir con una sonrisa en los labios; ya todo se había cumplido, pero Silvio no iba a permitirlo, y cuando sonó su voz, fue como si una granada hubiera estallado entre la multitud, y siete mil personas conmigo en algún lugar, derribaron las vallas que nos separaban del cielo, de la gloria, de Silvio, y en medio de aquella algarabía, ya no hubo más policía, ni dolor, ni muerte; solo canto, lágrimas y canto durante una hora y cincuenta y siete minutos.


La adrenalina que corrió por mi cuerpo durante aquella avalancha humana, aceleró mi corazón, y me puse a gritar, a llorar, y a vivir.


“allí nuestra canción se hizo pequeña, entre la multitud desesperada, un poderoso canto de la tierra era quien más cantaba”


Ahora, cuando pienso en todo lo que pasó aquel día, puedo decir: conocí a Silvio Rodríguez y viví para contarlo.


                                                        
                                                                                               
                                   JAZ  -  Duitama (Boyacá) 16 de septiembre de 2010


1 comentario:

  1. JOVEN ME ALEGRA QUE TU VIDA SEA TAN MARAVILLOSA, AUNQUE LO DEL SOMBRERO NO ES PERDONABLE JEJEJEJ, Al fin y al cabo, somos lo que hacemos para cambiar lo que somos.

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