PAGAR LA DEUDA CON LA TORRE DE LA CANCIÓN
PAGAR LA DEUDA CON LA TORRE DE LA CANCIÓN
“I'm just paying my rent every day Oh in the Tower of Song “.
Leonard Cohen
Para Jorge Raúl Pedraza.
Ahora mi hijo oye canciones. Nada preocupante, en realidad. Yo llevaba inquieto un buen número de meses preguntándome por qué esas aves tan singulares aún no lo apresaban, si las condiciones para esta captura o cerco se reunían alrededor de Esteban casi por completo. Nunca cerré la gaveta de los discos bajo llave. Mi mujer suele oír, disciplinada, con una enajenación envidiable, las mismas siete u ocho grabaciones de la juventud. Quise que el niño entrara en una academia de música de modo que diera cumplimiento al viejo sueño de su padre: ser músico, o cuando menos saber interpretar un instrumento. Ahora cuento esto entre cierta serenidad que sólo parece solemne porque podría leerse en voz alta. O cantarse. Mi hijo empieza ser dominado, gobernado por las canciones.
Hace dos días llegué de la oficina a las siete y media. Un milagro. En especial durante estos meses típicos, repletos de esos encargos unívocos, policiales, producir resultados, alcanzar metas que me darán el dinero destinado a la educación musical de Esteban. Antes de que llegue a los dieciséis y se embarque en asuntos serios, como estudiar medicina o ingeniería civil.
Dije “un milagro”: mi esposa, adormilada y sorprendida, observaba a Esteban en frente del computador oyendo un manojo de canciones grabadas por los Doors. Quizás alguno de los compañeros en la academia o su madre le presentaron a aquel cuarteto californiano en el cual cantaba Jim Morrison. Los perplejos trece años de Esteban junto a los treinta y cinco de mi mujer, ambos en ropas de dormir, seducidos por un tema que se titula Alabama Song.
Miré a mi mujer, ella sonrió y puso su dedo índice sobre los labios para que no interrumpiéramos al niño mientras tarareaba la melodía y golpeaba la mesa donde alojamos el teclado del computador.
Alabama Song. La Canción de Alabama. Me hubiera gustado referirle a Esteban los diversos pigmentos, motivos y fantasmas que esa canción convoca. Cómo los compositores de su música y letra, alemanes, no conocían Estados Unidos a finales de los años Veinte, hace ochenta años; uno, Kurt Weill, músico de academia, el otro, Bertolt Brecht, poeta, escritor y dramaturgo. Cómo esa canción fue concebida para una opereta protagonizada por bandidos y prostitutas, y sus estrofas escritas en un inglés rudimentario.
Me hubiera gustado relatarle por qué llegó esa canción resguardada en formatos de vinilo a los Estados Unidos, una década después. A ciertos señores provistos de fusiles, tanques de guerra y deseos de matar les incomodan las canciones que develan lo real, lo imprudente. Las compañías teatrales, los artistas disidentes y demás personas molestas para el fascismo se vieron obligadas al exilio. Alabama Song fue bien recibida por los músicos norteamericanos más diáfanos e insobornables, los negros. Existen versiones jazz de operetas alemanas; Esteban oirá, cuando la vida lo haya golpeado con suficiencia, a Ella Fitzgerald cantando Mack The Knife, ese homenaje al anarquismo también compuesto por Brecht y Weill.
Hubiera sido agradable contarle cómo Ray Manzarek, un niño menor de diez años que después sería el tecladista y jefe musical de los Doors, oyó Alabama Song en el viejo tocadiscos de su casa porque esa tonada pertenecía a la música predilecta de sus padres, allá por los años Cincuenta. Y rememorar el impreciso momento en el cual la novia de un Manzarek joven y metódico lo convence para que le haga un arreglo a la vieja canción. Ese arreglo, esa instrumentación que salió a la luz a finales de los Sesenta fue oída por mi hijo hace dos días.
Callé. No sólo seguro de que Esteban conocerá la historia de Alabama Song en el porvenir. Quizás hasta la toque y la cante en su debido momento de modo que el viaje y el vuelo de la canción se prolonguen, entremezclándose con las épocas, las costumbres y los dolores. Las canciones son aves que un día cualquiera nacen en Alemania y continúan su trashumancia por el Nuevo Mundo, al punto de pasar frente al pequeño sitio donde puse un computador en el cual mi hijo cotejó su batir de alas, hoy rock and roll, ayer swing, en principio tal vez un duro rag – time que narra la espontánea búsqueda de whisky y más whisky, en procura de la medicinal borrachera, por parte de un selecto grupo de putas.
Cuántas anécdotas, sucesos y equívocos llevan sobre las alas esos pájaros indómitos a los cuales denominamos por prudencia “canciones”. Crónicas de países con asesinos a quienes les endilgan sobrenombres simpáticos, “señor presidente”, “su señoría”. Y registro de vidas privadas, tragedias de vidas modestas. Por ejemplo: mi mujer supo que estaba enamorada de mí cuando le confesé mi gusto por los Doors.
Se vuela a la par con las canciones. Pero ellas van mucho más lejos que nosotros.
Omití palabras para mi hijo, que hace dos días empezó sus primeros recorridos, sus primeros vuelos. Lo hice seguro, además, de la importancia del silencio en ese impulso aéreo, evanescente, que lo mismo empuja a los solitarios hacia el canto inconexo dentro de habitaciones, que a multitudes ansiosas por corear, gritar y aplaudir delante de cantautores y músicos.
Mi silencio, el silencio de mi esposa y de mi hijo. Nuestro silencio balsámico que produce también, a su manera, el sonido, los viajes, las canciones.
“I'm just paying my rent every day Oh in the Tower of Song “.
Leonard Cohen
Para Jorge Raúl Pedraza.
Ahora mi hijo oye canciones. Nada preocupante, en realidad. Yo llevaba inquieto un buen número de meses preguntándome por qué esas aves tan singulares aún no lo apresaban, si las condiciones para esta captura o cerco se reunían alrededor de Esteban casi por completo. Nunca cerré la gaveta de los discos bajo llave. Mi mujer suele oír, disciplinada, con una enajenación envidiable, las mismas siete u ocho grabaciones de la juventud. Quise que el niño entrara en una academia de música de modo que diera cumplimiento al viejo sueño de su padre: ser músico, o cuando menos saber interpretar un instrumento. Ahora cuento esto entre cierta serenidad que sólo parece solemne porque podría leerse en voz alta. O cantarse. Mi hijo empieza ser dominado, gobernado por las canciones.
Hace dos días llegué de la oficina a las siete y media. Un milagro. En especial durante estos meses típicos, repletos de esos encargos unívocos, policiales, producir resultados, alcanzar metas que me darán el dinero destinado a la educación musical de Esteban. Antes de que llegue a los dieciséis y se embarque en asuntos serios, como estudiar medicina o ingeniería civil.
Dije “un milagro”: mi esposa, adormilada y sorprendida, observaba a Esteban en frente del computador oyendo un manojo de canciones grabadas por los Doors. Quizás alguno de los compañeros en la academia o su madre le presentaron a aquel cuarteto californiano en el cual cantaba Jim Morrison. Los perplejos trece años de Esteban junto a los treinta y cinco de mi mujer, ambos en ropas de dormir, seducidos por un tema que se titula Alabama Song.
Miré a mi mujer, ella sonrió y puso su dedo índice sobre los labios para que no interrumpiéramos al niño mientras tarareaba la melodía y golpeaba la mesa donde alojamos el teclado del computador.
Alabama Song. La Canción de Alabama. Me hubiera gustado referirle a Esteban los diversos pigmentos, motivos y fantasmas que esa canción convoca. Cómo los compositores de su música y letra, alemanes, no conocían Estados Unidos a finales de los años Veinte, hace ochenta años; uno, Kurt Weill, músico de academia, el otro, Bertolt Brecht, poeta, escritor y dramaturgo. Cómo esa canción fue concebida para una opereta protagonizada por bandidos y prostitutas, y sus estrofas escritas en un inglés rudimentario.
Me hubiera gustado relatarle por qué llegó esa canción resguardada en formatos de vinilo a los Estados Unidos, una década después. A ciertos señores provistos de fusiles, tanques de guerra y deseos de matar les incomodan las canciones que develan lo real, lo imprudente. Las compañías teatrales, los artistas disidentes y demás personas molestas para el fascismo se vieron obligadas al exilio. Alabama Song fue bien recibida por los músicos norteamericanos más diáfanos e insobornables, los negros. Existen versiones jazz de operetas alemanas; Esteban oirá, cuando la vida lo haya golpeado con suficiencia, a Ella Fitzgerald cantando Mack The Knife, ese homenaje al anarquismo también compuesto por Brecht y Weill.
Hubiera sido agradable contarle cómo Ray Manzarek, un niño menor de diez años que después sería el tecladista y jefe musical de los Doors, oyó Alabama Song en el viejo tocadiscos de su casa porque esa tonada pertenecía a la música predilecta de sus padres, allá por los años Cincuenta. Y rememorar el impreciso momento en el cual la novia de un Manzarek joven y metódico lo convence para que le haga un arreglo a la vieja canción. Ese arreglo, esa instrumentación que salió a la luz a finales de los Sesenta fue oída por mi hijo hace dos días.
Callé. No sólo seguro de que Esteban conocerá la historia de Alabama Song en el porvenir. Quizás hasta la toque y la cante en su debido momento de modo que el viaje y el vuelo de la canción se prolonguen, entremezclándose con las épocas, las costumbres y los dolores. Las canciones son aves que un día cualquiera nacen en Alemania y continúan su trashumancia por el Nuevo Mundo, al punto de pasar frente al pequeño sitio donde puse un computador en el cual mi hijo cotejó su batir de alas, hoy rock and roll, ayer swing, en principio tal vez un duro rag – time que narra la espontánea búsqueda de whisky y más whisky, en procura de la medicinal borrachera, por parte de un selecto grupo de putas.
Cuántas anécdotas, sucesos y equívocos llevan sobre las alas esos pájaros indómitos a los cuales denominamos por prudencia “canciones”. Crónicas de países con asesinos a quienes les endilgan sobrenombres simpáticos, “señor presidente”, “su señoría”. Y registro de vidas privadas, tragedias de vidas modestas. Por ejemplo: mi mujer supo que estaba enamorada de mí cuando le confesé mi gusto por los Doors.
Se vuela a la par con las canciones. Pero ellas van mucho más lejos que nosotros.
Omití palabras para mi hijo, que hace dos días empezó sus primeros recorridos, sus primeros vuelos. Lo hice seguro, además, de la importancia del silencio en ese impulso aéreo, evanescente, que lo mismo empuja a los solitarios hacia el canto inconexo dentro de habitaciones, que a multitudes ansiosas por corear, gritar y aplaudir delante de cantautores y músicos.
Mi silencio, el silencio de mi esposa y de mi hijo. Nuestro silencio balsámico que produce también, a su manera, el sonido, los viajes, las canciones.
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